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Al arribar a la cuenca del lago y en los distintos asentamientos que ocuparon durante un siglo, los aztecas llevaron a cabo «construcciones de carácter religioso, adquirieron conocimientos en la gestión del agua mediante represas y erigieron estructuras defensivas», tal y como señala Sonia Lombardo en su obra «Desarrollo urbano de México-Tenochtitlan». Así pues, al fundar Tenochtitlán en el año 1325 (algunas fuentes sugieren 1370), en un islote en el lago de Texcoco, ya contaban con nociones de urbanismo e ingeniería hidráulica.
La señal anhelada de acuerdo con la leyenda, representada por un águila (Huitzilopochtli) posada sobre un nopal, fue divisada «en un pequeño islote, rodeado de tules y juncos, que formaba parte del señorío tepaneca gobernado por el poderoso Tezozómoc», como indica Lombardo. Conforme al Códice Ramírez, citado por la autora, «al día siguiente» comenzaron la edificación de un «altar de humillación» para rendir homenaje al dios protector, y «…empleando los juncos más robustos que hallaron en los carrizales, erigieron un asiento cuadrado justo en el mismo lugar…». Este sitio probablemente coincida con los restos actuales del Templo Mayor.
El espacio habitable era sumamente reducido. Se encontraban en una situación de «escasez, confinamiento y aprehensión», de tal forma que sus primeras construcciones eran simplemente jacales hechos de carrizo. Su sustento dependía exclusivamente de la pesca y los recursos obtenidos de la laguna.
En el segundo año, los aztecas lograron adquirir materiales como piedra, madera y cal para erigir un templo más perdurable en honor a Huitzilopochtli. Esto se conseguía a cambio de los recursos provenientes de la laguna: «…el pescado, el ajolote y la rana, el camarón, el aneneztli, la serpiente acuática, el mosquito de los pantanos, la lombriz lacustre y el pato, el cuauhchilli y el ánade, todas las aves acuáticas, con las que adquiríamos la piedra y la madera…»
Tras la construcción del templo, se erigió un campo de juego de pelota. La disposición era radial, con cuatro calzadas que irradiaban desde el templo hacia los puntos cardinales, conformando así cuatro sectores. La falta de espacio habitable se solventó mediante la expansión del terreno, agregando chinampas al islote, especialmente en las direcciones sur y suroeste. Las primeras arterias principales eran vías acuáticas, lo que hacía de la navegación una actividad cotidiana.
Un sistema para manejar el agua muy delicado.
La comprensión experta de los patrones de flujo en los cuerpos de agua circundantes brindó a los mexicas la capacidad de establecer un sofisticado sistema hidráulico basado en diques, compuertas, acequias y una red de canales tanto para navegación como para riego, conformando así un sistema que se ajustaba a las estaciones del año. Esta ingeniería no solo mitigaba el riesgo de inundaciones, sino que también evitaba la mezcla de las aguas salinas de Texcoco con las dulces de Xochimilco y Chalco, además de prevenir posibles ataques de comunidades rivales.
Un claro ejemplo de esta innovación es la calzada de Iztapalapa, que cumplía doble función como un extenso dique que separaba las aguas salinas de las dulces. A ambos lados de esta vía, fluían canales que probablemente cumplían un rol estratégico en el transporte de recursos. La relevancia de esta infraestructura de transporte se refleja en «Historia general de la infantería de marina mexicana», donde se sugiere que no solo facilitaba el traslado de provisiones y personal, sino que también transmitía la noción de la vulnerabilidad de las ciudades lacustres y las islas ante un posible ataque enemigo. La posición geográfica de Tenochtitlán permitía que las milicias se movieran rápidamente por la cuenca.
«La estructura militar de los mexicas incluía un Cuerpo de Infantería, que operaba tanto en tierra como en entornos acuáticos, cubriendo ríos, lagos y costas, manifestando un enfoque versátil en su organización.»
En términos de infraestructura vial, destaca la calzada Tacuba, que al parecer contaba con al menos siete puentes levadizos, y que presumiblemente seguía un modelo similar al de la calzada de Iztapalapa, llevando a cabo funciones tanto acuáticas como viales. De acuerdo a los escritos de Lombardo, durante el reinado de Moctezuma II (1502-1520), la ciudad presentaba tres tipos de calles: terrestres, acuáticas y mixtas. Las vías acuáticas eran altamente transitadas gracias a las canoas, empleadas como un método eficaz y extendido de comunicación entre la población, mientras que las chinampas y la mayoría de las viviendas conectaban con acequias para los servicios diarios. Las puertas principales de las casas se abrían a estrechas calles terrestres. Pequeños puentes de vigas cruzaban las acequias, facilitando el paso de peatones.
Algunas de las calles mixtas tenían un considerable ancho. Tomemos como ejemplo la vía actualmente correspondiente a la 16 de Septiembre-Corregidora, denominada posteriormente como la de la Acequia y Las Canoas, la cual presentaba un ancho de 7.5 metros en el carril acuático y 5 metros en el carril terrestre.
Los mexicas demostraron un control sobresaliente en el arte de la navegación y en la ciencia de la ingeniería hidráulica. Cuando los españoles llegaron, el Valle albergaba alrededor de 40 ciudades que mantenían una actividad vigorosa. De acuerdo con Carlos J. Sierra en «Historia de la navegación en la Ciudad de México», se estima que, a principios del siglo XVI, se extraían aproximadamente un millón de pescados para el abastecimiento de estas ciudades. Cada día, unas 4 mil canoas ingresaban a la ciudad con rumbo al mercado de Tlatelolco. Alonso Suaro, otro cronista español, calculó que en la laguna había entre «sesenta y setenta mil canoas grandes», empleadas en el transporte de provisiones.
Aunque no hay confirmación en las fuentes consultadas, se ha mencionado que los mexicas practicaban una forma de deporte similar a las regatas como parte de su entrenamiento.
Respecto a las acallis, término usado para referirse a las embarcaciones más pequeñas, Gonzalo Fernández de Oviedo, uno de los conquistadores, describió que «eran talladas en un solo tronco de árbol sin junturas (…). De fondo plano y sin quilla. Había variados tamaños, desde para una o dos personas hasta las que podían llevar cuarenta o cincuenta tripulantes. Eran muy ligeras y volcaban fácilmente, pero no se hundían, aunque se llenaran de agua.» Las pértigas se utilizaban en aguas poco profundas para impulsar la embarcación, mientras que los remos de paleta se empleaban en aguas más profundas.
infantería mixta controlando los lagos.
En sus comienzos, la sociedad mexica se caracterizaba por ser teocrática, con una dirección liderada por figuras religiosas. Sin embargo, con el tiempo, esta estructura evolucionó hacia un sistema imperial en el que los aspectos comerciales y militares cobraron una importancia equiparable a la religión.
Este cambio se fue desarrollando de manera gradual, pero el ascenso de los mexicas como una cultura dominante en Mesoamérica se solidificó a partir de la formación de la Triple Alianza en el año 1430, en colaboración con Texcoco y Tlacopan.
En el apogeo de lo que se podría describir como un «Estado militarista» conformado por la Triple Alianza, la navegación adquirió un papel estratégico, ya que su poderío se cimentó en la utilización extensiva de canoas. Estas embarcaciones ofrecían beneficios en el transporte de suministros militares, soldados y equipos. Además, contribuyeron a propagar la percepción, tanto entre las ciudades lacustres como las islas, de que eran objetivos que podían ser alcanzados rápidamente. Estos aspectos se resaltan en «Historia general de la infantería de marina mexicana».
La ubicación de Tenochtitlán brindaba a las milicias la capacidad de desplazarse velozmente por toda la cuenca, lo que otorgaba una ventaja estratégica crucial.
«Dentro de su estructura militar, los mexicas contaban con un Cuerpo de Infantería que no solo operaba en tierra firme, sino también en entornos fluviales, lacustres y costeros. Esto significaba que esta infantería tenía una versatilidad tanto en entornos terrestres como acuáticos.»
En el contexto de Tenochtitlán, la ruta que actualmente corresponde a la avenida 16 de Septiembre-Corregidora tenía una naturaleza híbrida. Esta vía presentaba un ancho de 7.5 metros en el carril acuático y 5 metros en el carril terrestre.
Trece bergantines desde Tlaxcala.
La visión que los españoles tuvieron al contemplar por primera vez la majestuosidad de la ciudad de México-Tenochtitlán ha sido descrita en innumerables ocasiones; Bernal Díaz del Castillo la expresó como «… cosas de encantamiento». Cuando se les invitó a explorar la ciudad, tanto la estructura lacustre como la actividad naval llamaron poderosamente la atención de los conquistadores. Hernán Cortés observó detenidamente el funcionamiento de las compuertas y reconoció la amenaza que representarían en los futuros enfrentamientos. En respuesta, planeó la construcción de «cuatro bergantines para facilitar la salida por agua en caso de necesidad», según se relata en crónicas de la época.
Al mismo tiempo, Moctezuma II experimentó por sí mismo el asombro al subir a uno de los bergantines, cuando fue invitado a unirse a una cacería. La tecnología del velamen, desconocida para él, demostró ser muy superior a las canoas indígenas que no lograban alcanzarlo.
El primer gran choque entre los mexicas y los españoles, junto con sus aliados indígenas, tuvo lugar después de la matanza en el Templo Mayor, en la que 600 mexicas de alto rango fueron asesinados por los soldados de Cortés. La represalia indígena finalizó el 30 de junio de 1520, después de siete días de asedio contra los extranjeros, quienes se resguardaron en las casas de Axayácatl. Los españoles huyeron en silencio durante la noche, a lo largo de la avenida Tlacopan. Sin embargo, fueron descubiertos y atacados tanto a través de las acequias como desde la retaguardia con proyectiles. A pesar de llevar un puente portátil para cruzar las secciones cortadas por las acequias, muchos no lograron llegar a tierra firme y perdieron la vida en el intento.
Un año después, con el apoyo de los tlaxcaltecas, Cortés retornó con la firme intención de conquistar la ciudad. Su estrategia implicaba cercarla y cortar sus provisiones, en especial el suministro de agua potable que llegaba a través de un acueducto desde Chapultepec. Para enfrentar a la flota naval imperial, trajo consigo desde Tlaxcala 13 bergantines que había mandado a construir. Estos fueron transportados por ocho mil indígenas hasta el lago de Texcoco. El primer combate naval documentado en las crónicas del continente americano se libró a 2,200 metros sobre el nivel del mar durante el sitio impuesto por Cortés a la gran Tenochtitlán en el lago de Texcoco, comenzando el 10 de mayo de 1521 y prolongándose por 95 días, según registros en «Historia general de la infantería». Otras fuentes sugieren que su duración fue de 75 días.
Mediante alianzas que se fueron consolidando, Cortés finalmente logró la conquista con el respaldo de 50 mil combatientes indígenas y 20 mil canoas. Del lado mexica, participaron 300 mil efectivos y «miles» de canoas, muchas de ellas con armaduras. Entre sus tácticas de combate, los mexicas instalaban estacas en el lago para dañar las embarcaciones enemigas o las conducían hacia áreas no visibles llamadas albarradones para que chocaran allí. Algunos de los bergantines tuvieron que ser reparados durante el asedio.
Mientras tanto, las incursiones terrestres se hicieron más profundas con el paso del tiempo. La provisión de agua potable se agotó pronto y la solución de abastecerla mediante canoas resultó insostenible. El corte de comunicación entre Tenochtitlán y Tlatelolco, su fuente de provisiones, resultó crucial.
En la batalla final, que se prolongó durante 24 horas, los mexicas enfrentaron tanto los bergantines como 6 mil canoas. Finalmente, el 13 de agosto, la Tenochtitlán exhausta por la guerra, el hambre, la sed y la viruela, cayó, tal como se resume en «Historia general».
En el tiempo posterior, al este de la ciudad, se erigió una fortaleza conocida como Las Atarazanas para resguardar los bergantines, garantizando su seguridad y su capacidad de entrada y salida según fuera necesario. Este sitio, cercano al mercado de La Merced, evolucionó en una plazuela. Sin embargo, la falta de atención, mantenimiento y carena condujo a la destrucción de aquellos navíos entre los años 1531 y 1540.
Soluciones en la nueva España un Círculo vicioso de parches
La capital de Nueva España mantuvo en parte el sistema hidráulico prehispánico, aunque sufrió daños considerables durante el asedio. Un ejemplo de esto fue la ruptura de la albarrada de Netzahualcóyotl por parte de Cortés, que había servido para dirigir el flujo de agua dulce de manantiales y lagos como Xochimilco y Tláhuac alrededor de la isla. Esta ruptura se realizó para abrir paso a los bergantines. Luego de la guerra, muchas acequias fueron rellenadas con piedras de edificios destruidos, transformándolas en calles y avenidas.
Pese a esto, la navegación fluvial siguió siendo activa, no solo para el abastecimiento, sino también para la construcción de la nueva ciudad. Una gran cantidad de materiales fue transportada en canoas. Curiosamente, varios diques fueron alterados al usar sus piedras.
Posteriormente, la intensidad del tráfico acuático disminuyó. Según Sierra, «durante los años de la Conquista, el número de canoas oscilaba entre 100 y 200 mil; en el siglo XVI, más de mil canoas ingresaban a la ciudad diariamente». Sin embargo, para el siglo XVII, esta cifra variaba entre 70 y 150.
La desarticulación del sistema hidráulico condujo a problemas de inundaciones que, a su vez, dificultaron la limpieza de los canales, generando un círculo vicioso. La inundación de 1629, que sumió a la ciudad en agua y lodo durante cuatro años y forzó evacuaciones, agravó aún más el sistema fluvial. Por ejemplo, la albarrada de San Lázaro quedó completamente cubierta por el agua.
Estas dificultades llevaron a los españoles a intentar solucionar el problema mediante parches, pero sin éxito. A fines del siglo XVI, la idea de desecar el lago ya estaba en consideración, aunque llevaría siglos llevarla a cabo.
No obstante, hacia finales del siglo XVII y principios del XVIII, los viajeros y cronistas elogiaban la imagen «veneciana» de la ciudad. A pesar de las adversidades, siete acequias principales sobrevivieron, junto con varias secundarias, canales y puentes que fomentaron un vibrante comercio.
De hecho, hubo un resurgimiento en la actividad comercial fluvial. Cada canoa podía transportar entre 65 y 70 fanegas de maíz (una fanega era aproximadamente 55 litros), según señala Sierra. A finales del siglo XVII, se estimaba que llegaban a la ciudad alrededor de 5 mil fanegas. En 1709, se registraron 97 mil 330 fanegas transportadas en 1,419 canoas. Además, otros productos también se transportaban a través de esta vía fluvial.
En 1803-1804, el Virrey Iturrigaray tomó la decisión de abrir el canal de Texcoco con el propósito de reducir los costos del transporte de trigo proveniente de Tula y Cuatitlán. Esto se debía a que el flete terrestre presentaba un costo elevado. Los caminos de tierra estaban en riesgo debido a la presencia de asaltantes y sufrían deterioros durante la temporada de lluvias, aunque el rendimiento del canal fluvial disminuía en épocas de sequía.
No obstante, en una suerte de contradicción institucional, se continuaba con el proyecto de drenaje y desecación de los lagos. La llegada de la dinastía de los Borbones al trono español marcó el destino de Nueva España en términos económicos, políticos, sociales y culturales. El sistema de acequias y canales también enfrentó su desafío definitivo.
Debido a su limitada eficiencia como medios de transporte de personas y provisiones… Las reformas borbónicas incluyeron un enfoque en la limpieza y la organización de las vías. Las acequias fueron identificadas como «fuentes de infección», pero para asegurar el drenaje de la ciudad, «las principales (…) fueron reemplazadas por conductos subterráneos o atarjeas».
El proceso de obstrucción de las acequias comenzó en 1753, iniciando con la cegada de la Acequia Real, la más caudalosa de todas: «…fue bloqueada en el tramo con menos tráfico fluvial, entre el Coliseo y la esquina suroeste de la Plaza Mayor, y en su lugar se construyó una doble atarjea para asegurar un flujo fluido de las aguas».
Para principios del siglo XIX, «las ‘calles de agua’ prácticamente habían desaparecido» de la estructura urbana. De los 56 puentes que existían a mediados del siglo XVIII, se habían perdido alrededor de una docena —los restantes se deterioraron—, aunque también se construyeron algunos nuevos.
Un triste desmontaje
La transformación del antiguo sistema hidráulico de México-Tenochtitlan fue ejecutada metódicamente bajo la dirección de los Borbones. Este cambio no solo modificó el panorama urbano de manera permanente, sino también los medios de transporte y los puntos de referencia para los habitantes de la ciudad colonial.
La progresiva «obstrucción de las acequias» se inició en el siglo XVIII y continuó a lo largo del XIX, tal como se detalla en el estudio «Las calles de agua de la Ciudad de México en los siglos XVIII y XIX» de Guadalupe de la Torre.
Varios factores contribuyeron a este proceso. La disminución del nivel del agua en las acequias se debió a «la desviación de corrientes de agua y la expansión de los cauces de los ríos para ampliar el riego de tierras cultivables». Además, «la falta de una estrategia efectiva para el mantenimiento y limpieza de las acequias provocó su deterioro».
Hacia finales del siglo XIX, los puentes ya no eran puntos de referencia urbanos predominantes, aunque muchas calles aún conservaban nombres relacionados, como Puente de la Misericordia, Puente de Tezontlale, Puente del Espíritu Santo o Puente del Zacate, como señala De la Torre.
Sin embargo, la Acequia de Mexicalzingo, también conocida como el Canal de La Viga, tuvo un destino diferente. A lo largo del siglo XVIII, las autoridades virreinales se interesaron en mantenerla funcional para facilitar el tráfico de canoas y trajineras. Ante la disminución del nivel del agua debido a la desecación de los lagos, se instalaron compuertas en Chalco para regular su caudal.
Este canal contaba incluso con un puente destacado, el de La Viga, que desde 1604 funcionaba como un punto de control, situado a dos kilómetros de la actual calle de San Pablo. En el siglo XIX, transitaban por este canal una amplia variedad de productos, desde alimentos como ajonjolí, arroz y maíz, hasta materiales como madera, vigas, hierro y más, como detalla el relato de Araceli Peralta en «El canal, puente y garita de la Viga».
En el periodo de 1858 a 1859, la garita de La Viga vio el paso de 685 trajineras, 960 embarcaciones de mayor tamaño (24 varas de largo), 90 de tamaño medio (12 varas de largo) y 458 chalupitas que transportaban lana, piedra, arena y más, sumando un total de 4,944 canoas.
Este ajetreado flujo comercial se uniría a la nueva ola de innovaciones industriales.
La República Mexicana en un barco de vapor
Después del logro de la guerra de Independencia, la cuestión del sistema lacustre en el valle de México siguió siendo un tema polémico: «mientras algunos consideraban esencial drenar los lagos, otros abogaban por aprovecharlos para propósitos de transporte, canalización e irrigación, y había quienes creían en la combinación de ambas estrategias para el desarrollo planificado de la Ciudad de México», según destaca la opinión de Sierra.
En el grupo de aquellos interesados en aprovechar los cuerpos de agua, se encontraban diversos emprendedores e inventores que, desde la década de 1840 hasta finales del siglo, presentaron una serie de proyectos para la navegación interior. Sorprende la capacidad de muchos de estos proyectos para prosperar, a pesar de la inestabilidad política y económica que caracterizó a México en gran parte de ese período, aunque es cierto que varios también tuvieron resultados desfavorables.
El precursor de la navegación a vapor en el Anáhuac fue Mariano Ayllón, quien superó múltiples obstáculos para establecer y operar una compañía con tres barcos a vapor, destinados a viajar entre la capital, Chalco, Texcoco, Tacubaya, Guadalupe Hidalgo, San Ángel y Tlalpan. Esto implicó desde la construcción de los dos primeros barcos a vapor (uno con capacidad para 200 pasajeros y otro para 20), hasta la creación de un muelle en la garita de La Viga, la limpieza del canal y la elevación de algunos puentes. El 21 de julio de 1850, el vapor Esperanza realizó su primer viaje a Chalco, y para agosto, el servicio ya estaba en funcionamiento de manera regular.
En 1861, José Brunet también obtuvo permiso para operar barcos de vapor en el valle. Además, Carlos Pehive introdujo «barquillos a hélice para el canal o zanja de México a Tacubaya», mientras que Tito Rosas promovía la navegación en veleros. Durante el gobierno de Maximiliano (1863-1867), como menciona Sierra, se otorgaron algunos permisos adicionales. En 1869, una compañía lanzó el vapor Gautimoc, que ofrecía servicios entre la ciudad y las poblaciones a orillas del lago. En su viaje inaugural, el presidente Juárez fue invitado y parte de su gabinete estuvo presente. Aunque en el trayecto hubo una explosión en la caldera, afortunadamente sin causar daños. Guillermo Prieto, en una crónica, comentó: «… llama la atención la buena fortuna del ciudadano Presidente de la República, quien sale siempre ileso de todos los peligros».
La aprobación de más proyectos continuó hasta 1890. No obstante, la desecación natural de los lagos persistía, y mantener niveles de agua adecuados para la navegación en los canales se volvía cada vez más desafiante hacia la segunda mitad del siglo XIX. Numerosos barcos de vapor operaron en este periodo entre la capital y Chalco.
A pesar de la necesidad de obras, la incertidumbre sobre si acelerar la desecación era la mejor opción seguía siendo un tema sin resolver. Fue durante el gobierno de Madero que finalmente se optó por llevar a cabo esta tarea.
Últimos destellos de un pasado lacustre.
La transformación del sistema lacustre en la Ciudad de México experimentó sus últimas fases a finales del siglo XIX y en los albores del siglo XX. Los elementos que contribuyeron a este proceso son en esencia similares a los que se manifestaron a mediados del siglo XVIII, pero con una intensidad acentuada. Además, el auge del ferrocarril y posteriormente del automóvil desplazaron gradualmente al transporte fluvial.
Tras el desagüe del canal de la Viga, este cuerpo de agua se convirtió en un depósito de desechos y basura, donde se acumulaban elementos como lirio acuático, animales en descomposición y diversos tipos de materiales putrefactos. Esta situación llevó a la Comisión de Higiene a catalogar esta área como un riesgo elevado para la salud pública. En 1940 se inició el proceso de relleno y para 1957 se logró pavimentar la zona, como detalla Peralta.
Un tipo de resurgimiento del sistema lacustre tuvo lugar en 1952, cuando se registraron inundaciones que ocasionaron considerables daños en el Centro de la ciudad, especialmente en la calle 16 de Septiembre. Durante este período, las canoas reaparecieron de manera «esporádica» para transportar a las personas, como señala Sierra. Parecía que el espíritu de tiempos pasados deseaba recordar a los habitantes de la moderna Ciudad de México uno de los medios de transporte que en su momento fue esencial en esta región.
Algunas maniobras de resucitación.
El descubrimiento en 1978 del monolito de la diosa Coyolxauhqui, perteneciente a la civilización mexica, en la zona del Templo Mayor, provocó un notable interés por parte de los gobiernos local y federal para revitalizar el Centro Histórico de la Ciudad de México, que había sido descuidado a nivel institucional.
La iniciativa comenzó con la demolición de estructuras en la región para recuperar los vestigios prehispánicos. Este proceso fue seguido por una especie de reconstrucción de la ciudad virreinal, lo que implicó la restauración de edificios emblemáticos y la recuperación de la escala histórica de la urbe.
El proyecto de restauración, realizado entre 1980 y 1981, también abarcó excavaciones arqueológicas en un tramo de 260 metros de la Acequia Real, que se extendía por las calles de Corregidora, desde Pino Suárez hasta Alhóndiga, y posteriormente siguiendo esta última. La Acequia Real, que fue vital en la época prehispánica, había sido parcialmente obstruida en varios puntos y se completó su cierre en 1939.
Estas excavaciones permitieron trazar el recorrido de la acequia y descubrir restos de muros, escaleras, embarcaderos y puentes, así como una variedad de objetos, tanto de la era prehispánica como de la colonial.
Bajo la dirección de los arquitectos Pedro Ramírez Vázquez y Vicente Medel, junto con el historiador Gastón García Cantú, se decidió restaurar dos secciones de la Acequia. Una de ellas estaba ubicada en Corregidora, a lo largo del Palacio Nacional, y la otra en Alhóndiga.
Las imágenes de ese momento muestran un paisaje urbano inusual con estas dos áreas de agua restauradas. Sin embargo, esta era también una época de rápido crecimiento del comercio informal, lo que llevó a la invasión de las calles. Los tramos restaurados quedaron ocultos y se convirtieron en depósitos de basura, repitiendo un patrón de decadencia. En 2004, estas secciones tuvieron que ser cerradas nuevamente.
Durante un tiempo, se formaron charcos bajo el puente de Roldán y cerca de la Casa del Diezmo. Estos problemas se abordaron en 2009, cuando se llevó a cabo una renovación de la infraestructura urbana de la calle Alhóndiga, convirtiéndola en un área peatonal y sellando estos charcos.
Con este evento, parece que se concluyó el capítulo de las vías navegables en el Centro Histórico. Sin embargo, la Ciudad de México sigue ubicada en una cuenca lacustre, y la potencia del agua que permanece en sus cimientos a veces se manifiesta, recordándonos su pasado.
Las Cuaresmas Floridas y el Paseo de la Viga
Un segmento del canal de La Viga se transformó a finales del siglo XVIII en el encantador Paseo de la Viga. Conocido también en distintos momentos como Paseo de la Orilla, de Revillagigedo, Paseo Juárez y de Iztacalco, experimentó su mayor esplendor en el siglo XIX.
Este lugar de esparcimiento y entretenimiento para los habitantes de la Ciudad de México abarcaba 1,560 metros de longitud por 30 metros de ancho. Su belleza natural inspiró a diversos escritores, incluyendo a Guillermo Prieto, la marquesa Calderón de la Barca, Luis Castillo Ledón e Ignacio Muñoz, según destaca Araceli Peralta.
Especialmente durante la Cuaresma y la celebración del Viernes de Dolores, o Fiesta de las Flores, personas de todas las clases sociales se congregaban en este sitio. Ignacio Muñoz, mencionado por Peralta, relata: «Desde temprano, toda la ciudad se dirigía a estas calles (Roldán) donde estaba el muelle, alquilando canoas y trajineras adornadas con amapolas, apios, tules y claveles, que se utilizaban para pasear a lo largo del canal hasta llegar a la Viga o Santa Anita […] los remeros cantaban y bailaban en las canoas, donde se servían tamales, moles, atoles, enchiladas y toda suerte de delicias de la compleja gastronomía mexicana».
Los campesinos xochimilcas aprovechaban esta festividad para ganar ingresos adicionales, ofreciendo paseos en sus canoas.
No estaban exentos los incidentes, «principalmente causados por la embriaguez y la negligencia de los visitantes, lo que llevó al Ayuntamiento a establecer una fuerza policial montada encargada de mantener el orden en los paseos de la Ciudad de México».
Acequias en la Ciudad de México.
Durante el siglo XVIII, se destacaban cinco acequias principales en la Ciudad de México que se originaban en la zona occidental de la cuenca de México y atravesaban la región en dirección oeste-este, siguiendo la inclinación natural del terreno hasta desembocar en el lago de Texcoco, la zona más baja. Según la investigación de Guadalupe de la Torre Villalpando, estas acequias eran fundamentales en la estructura hidráulica de la ciudad.
Entre estas acequias, se encontraban la de Santa Ana, Tezontlale, la del Apartado o del Carmen, otra no especificada que entraba a través de la calzada de Chapultepec (abarrotando los barrios de San Juan y Belén), y luego se desviaba hacia el sur, atravesando el barrio de Salto del Agua y Monserrat hasta llegar a la ciénega de San Antonio Abad. La acequia Real o del Palacio era la más extensa y caudalosa, dividida en tres ramales, entre ellos el de Regina y el de La Merced.
Adicionalmente, estaba la destacada acequia de Mexicaltzingo o canal de La Viga, que surgía al sur, en Chalco, y seguía su curso hacia el norte, pasando por el este de la ciudad. Otra acequia significativa era la de resguardo (fiscal) o «zanja cuadrada», así llamada debido a su forma distintiva. Fue iniciada en la primera mitad del siglo con el propósito de conectar las garitas que rodeaban la ciudad, facilitando un mejor control del cobro de impuestos y el ingreso de mercancías. Aunque nunca se completó en su totalidad, los tramos que se construyeron desaparecieron gradualmente debido a la expansión urbana a finales del siglo XIX.
Estas acequias desempeñaron un papel vital en la configuración histórica de la Ciudad de México, y aunque muchas de ellas ya no son visibles, su legado perdura y sigue influyendo en la estructura de la ciudad actual.