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El Archivo Histórico de la Ciudad de México resguarda una rica colección de evidencias que ilustran cómo a lo largo de los siglos, las distintas comunidades afrodescendientes que han poblado la capital han conseguido expandir sus esferas sociales y conquistar derechos, a pesar de haber enfrentado marginación en sus inicios.
Testimonios de la población africana y afrodescendiente en la Ciudad de México
Dentro del Archivo Histórico de la Ciudad de México, se preservan valiosos testimonios que arrojan luz sobre la vida cotidiana de la población africana y afrodescendiente en la Ciudad de México. Estos documentos primarios son una ventana hacia las dinámicas sociales de épocas pasadas y contribuyen de manera significativa a la visibilidad de las comunidades que influyeron en la construcción de la Ciudad de México, pero que han sido descuidadas a lo largo de los años.
Los materiales custodiados en el Archivo Histórico son esenciales para ilustrar la contribución que los africanos y afrodescendientes tuvieron en la historia de la capital del país. No obstante, el Centro Histórico también desempeña un papel fundamental en el entendimiento de nuestro pasado, ya que conserva huellas de todas las personas que a lo largo de los siglos contribuyeron a moldear este sitio, incluyendo la amplia población de origen africano.
Personas consideradas como bienes materiales
En tiempos del antiguo régimen, ciertos grupos humanos eran considerados como bienes materiales. La esclavitud urbana presentaba dos modalidades para adquirir esclavos: la compra directa y el alquiler, donde los individuos debían prestar servicios en labores domésticas y trabajos en manufacturas y obrajes.
Dentro de los archivos históricos, se encuentran relatos que retratan con fidelidad las experiencias de las poblaciones africanas y afrodescendientes durante la época esclavista. Un ejemplo de ello es un documento datado el 1 de agosto de 1786, en el cual se menciona que José María González Calderón, estando enfermo en cama, legó a su esclavo mulato José Hilario de 27 años en su testamento. Posteriormente, los beneficiarios, José Serruto y Juan Cienfuegos, vendieron a José Hilario al Conde de Bartolomé de Xala por ciento cincuenta pesos.
Este documento resalta tres puntos clave. En primer lugar, la condición de José Hilario como propiedad de José González, ya que los esclavos en la Nueva España eran considerados posesiones de sus amos. El negocio de la trata esclavista beneficiaba a quienes buscaban mano de obra. El Conde de Xala, quien adquirió a José, descendía de Manuel Rodríguez Sáenz de Pedroso, que llegó a México en busca de poder y obtuvo el título de Conde de San Bartolomé de Xala gracias a su relación con el virrey Conde de Revillagigedo.
Manuel Rodríguez se destacó como comerciante de pulque a través de sus plantaciones de maguey. Considerando este contexto, José Hilario podría haber sido adquirido para trabajar en las plantaciones o negocios del Conde de Xala. Finalmente, se observa la dominación ejercida por los colonizadores europeos a través de las genealogías y la continuación de la categorización de las personas esclavizadas según la idea de raza, como negro, mulato o prieto, mientras que otras poblaciones eran clasificadas por su color de piel y procedencia geográfica.
Discriminación y esclavitud en el virreinato
En el periodo virreinal en México, se estableció una división discriminatoria para las personas esclavizadas, principalmente en los centros urbanos de la Ciudad de México, donde la convivencia entre diversas poblaciones era más intensa. A pesar de esto, los prejuicios de los europeos no afectaron sus derechos. Además de tener oportunidades para escapar, las personas esclavizadas podían obtener su libertad al denunciar maltratos por parte de sus amos, ser liberadas por decisión de sus dueños, tanto en vida como por testamento, e incluso tenían la opción de comprar su libertad mediante pagos escalonados a sus amos hasta completar el precio acordado. Estas oportunidades estaban conectadas con sus ocupaciones laborales y algunos pudieron mejorar sus vidas a través de ellas. Muchos afrodescendientes libres alcanzaron estabilidad económica, adquirieron joyas, establecieron comercios, compraron tierras e incluso tenían sus propios esclavos.
En relación a este tema, el Archivo Histórico de la Ciudad de México resguarda un expediente de febrero de 1688 que relata cómo un mulato libre, Joseph de Velasco, adquirió un terreno abandonado por setenta y dos pesos. Anteriormente, Guillermo de Carvajal había intentado comprar el mismo terreno, pero debido a la falta de respuesta del dueño original, el Corregidor ordenó la subasta. Carvajal ofreció veinticinco pesos, pero Joseph de Velasco superó la oferta con setenta y dos pesos, asegurándose así la propiedad del terreno.
Además, muchos afrodescendientes mejoraron sus vidas a través de la participación en grupos sociales existentes en la ciudad. Dos de estas formas de organización fueron las cofradías y los gremios, que ofrecían oportunidades de trabajar en diversos oficios. Durante el siglo XVII, ambas estructuras fomentaron una mayor integración de la población novohispana; sin embargo, el rechazo por parte de los europeos llevó a otras comunidades a buscar sus propios espacios de convivencia.
Cofradias afrodescendientes
Las cofradías, por ejemplo, eran entidades religiosas donde los miembros pagaban una cuota para pertenecer. A cambio, la congregación garantizaba un entierro digno, rezos para el fallecido y apoyo en caso de enfermedad. Los esclavos que eran parte de una cofradía gozaban de prestigio dentro de la sociedad esclavista. Además, las cofradías creadas por africanos y afrodescendientes también promovieron la resistencia identitaria y brindaron oportunidades para establecer relaciones sociales más sólidas.
En la época virreinal, las cofradías más influyentes surgieron en estados como Zacatecas, Coahuila, Veracruz y la Ciudad de México. Sin embargo, la primera cofradía fundada por afrodescendientes se estableció en la capital mexicana. En 1599, la Congregación de Coronación de Cristo Nuestro Señor y San Benito de Palermo se estableció en la Iglesia de Santa María la Redonda en la colonia Guerrero. Poco después, la congregación se trasladó al Convento de San Francisco, uno de los edificios más emblemáticos del Centro Histórico de la Ciudad de México. Este convento, el más grande y antiguo de la ciudad, fue fundado gracias a la contribución de los frailes franciscanos y donativos de Hernán Cortés. Su establecimiento en un terreno que se creía perteneciente a Moctezuma, y que incluso se decía que había sido usado para un zoológico, le agregó un significado histórico adicional.
En el siglo XVI, se erigió por primera vez este complejo, destacando una nave con techos de madera, un santuario de bóvedas de piedra y un pequeño claustro de dos pisos, todo bajo la supervisión de fray Toribio de Benavente Motolinía, un ferviente admirador del recinto. Sin embargo, en la década de 1560, las instalaciones ya no eran adecuadas para las necesidades de los frailes, lo que condujo a la expansión de la iglesia. A lo largo de su historia, el edificio experimentó tres fases de construcción: la primera en 1525, la segunda en la década de 1590, que duró alrededor de doce años, y posteriormente, pequeñas remodelaciones durante el siglo XVII. Las primeras dos décadas del siglo XVIII vieron la culminación de la última fase constructiva, incorporando en 1766 la Capilla de la Balvanera en la fachada, claramente identificable al recorrer la calle Madero. La fachada ostenta un estilo churrigueresco, obra del arquitecto Lorenzo Rodríguez, quien también supervisó la construcción del Sagrario Metropolitano, un templo adyacente a la Catedral Metropolitana.
No obstante, las Leyes de Reforma promulgadas en 1860 llevaron a la confiscación del terreno ocupado por la iglesia, y diferentes individuos adquirieron la propiedad. Aunque las extensas tierras que el exconvento de San Francisco ocupaba representaron un símbolo importante de la ciudad durante muchos años, en el siglo XX perdieron relevancia debido a la construcción de la Torre Latinoamericana.
Afrodescendientes plasmados en el arte
Como se mencionó previamente, además de las cofradías, los gremios fueron elementos cohesivos en la sociedad de la Ciudad de México. En estos gremios, se practicaban diversos oficios como la herrería, la pintura y la carpintería. Un caso ejemplar es el de Juan Correa, un afrodescendiente que fue pintor desde finales del siglo XVII hasta los primeros años del XVIII. Su talento lo convirtió en un destacado artista barroco reconocido en la Nueva España. No olvidando su origen, Correa incorporó a la población afrodescendiente en sus obras, lo cual se aprecia en su cuadro «El Niño Jesús con ángeles músicos».
En esta pintura, siete angelitos tocan diversos instrumentos alrededor del Niño Jesús, quien parece dirigir la pieza musical con una partitura en su mano izquierda. Dos elementos definen la obra de Correa: la influencia barroca evidente en los ángeles músicos, típica de su estilo, y la inclusión de dos angelitos afrodescendientes, que refleja la diversidad social de la época.
Hoy en día, esta obra se encuentra en el Museo Nacional de Arte, ubicado en la calle Tacuba, parte del renombrado circuito de museos en el Centro Histórico de la Ciudad de México. Sus colecciones abarcan desde la época virreinal hasta mediados del siglo XX, permitiéndonos explorar la complejidad de la sociedad mexicana a lo largo de los años.
Los impactantes trabajos de Correa no solo encuentran su hogar en el mencionado recinto; de hecho, varias de sus creaciones perduran en uno de los enclaves más icónicos del Centro Histórico: la majestuosa Catedral Metropolitana. Hacia el final del siglo XVII, Correa colaboró con Cristóbal de Villalpando en la decoración de la sacristía de la catedral, contribuyendo con piezas notables como «La entrada de Cristo a Jerusalén» y «La Asunción de la Virgen». Estas obras emblemáticas de Correa subsisten en el corazón más antiguo de la catedral.
La Catedral Metropolitana, cuya construcción se extendió por más de dos siglos, posee una historia intrigante. Sus cimientos iniciales se asentaron sobre las ruinas del Templo Mayor apenas tres años después de la Conquista española. No obstante, debido a las inundaciones en la zona, se vio obligado a demolerse. En 1573, se reanudaron los esfuerzos de construcción. Bajo el gobierno del Virrey Rodrigo Pacheco y Osorio (1624-1635), se determinó derribar el antiguo templo, aunque la sacristía resistió y se convirtió en oficinas hasta 1641. En 1667, finalizaron los trabajos interiores, mientras que el exterior se concluyó en 1813. Esta prolongada labor de construcción dio como resultado una rica arquitectura que incorpora estilos barrocos, churriguerescos, góticos y neoclásicos, tanto en la estructura como en la decoración interna.
En el presente, el Centro Histórico aún conserva la huella de los afrodescendientes en conventos, pinturas, monumentos y edificios. No obstante, podría afirmarse que la Catedral Metropolitana personifica de manera perfecta la compleja realidad mexicana. La creación de esta catedral involucró a diversas partes: artistas con influencias y clases sociales distintas, figuras religiosas y autoridades variadas. Cada uno de estos individuos aportó su ideología y origen, reflejando la diversidad de pensamiento en la estructura y decoración del edificio. Esta diversidad se convierte en una metáfora hermosa que trasciende a lo largo de la historia, representando la construcción multifacética de México.