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La época neoclásica supuso un renacimiento que trascendió lo meramente estético. Lejos de limitarse a una nueva corriente artística, impregnó un espíritu renovador en la concepción misma de las ciudades. En este contexto, sobresalió Manuel Tolsá la figura de un visionario cuya aportación resultó clave para moldear los espacios urbanos bajo los preceptos de la nueva era. Como arquitecto y escultor, su obra dejó una impronta indeleble en la transformación urbanística que experimentaron las urbes de aquel tiempo.
En el ocaso del siglo XVIII, la capital novohispana vio nacer una institución pionera en la enseñanza formal de las bellas artes: la Academia de Nobles Artes de San Carlos. Fundada en 1781, esta escuela se erigió como la primera en impartir disciplinas como la arquitectura, escultura, grabado y pintura siguiendo los cánones establecidos en las principales ciudades europeas. Aunque contaba con antecedentes como la escuela de grabado de la Real Casa de Moneda, la Academia de San Carlos marcó un hito al dedicarse por completo a la formación artística.
Bajo la batuta inicial de Gerónimo Antonio Gil, y posterior nombramiento como Real en 1874, esta institución fue clave en el viraje estilístico que experimentó la Ciudad de México. Dejando atrás la herencia barroca que la caracterizaba, se inició un movimiento renovador hacia una arquitectura neoclásica de inspiración grecolatina, más sobria y austera. Este cambio trascendió lo meramente estético, convirtiéndose en una verdadera renovación urbana que sustituyó las pesadas edificaciones coloniales por construcciones modernas y vanguardistas.
Fruto de esta transformación, el Centro Histórico se engalanó con obras emblemáticas como las torres de la Catedral Metropolitana, la Ciudadela (originalmente una fábrica de tabaco), la iglesia de Nuestra Señora de Loreto y la sede del Museo Nacional de San Carlos. En este proceso renovador, destacó la figura del arquitecto y escultor valenciano Manuel Tolsá, quien en 1790 fue nombrado director de escultura de la Academia. Arribando a la Nueva España en 1791, Tolsá se convirtió en un protagonista clave de la modernización urbana capitalina.
Aunque su formación inicial fue como escultor de mérito, su destino lo llevó a formar parte del gremio de los arquitectos. En una época donde era poco común que un individuo ostentara más de un título y ejerciera diferentes disciplinas, Manuel Tolsá logró una excepción. Hacia 1792, el maestro valenciano solicitó a la Academia de San Carlos el reconocimiento de su título como arquitecto.
Esta distinción le permitió participar en obras de gran envergadura, como la Catedral de la Ciudad de México, tras el fallecimiento del arquitecto Damián Ortiz de Castro en 1793. Más allá de su talento para diseñar piezas escultóricas monumentales, Tolsá dejó su huella en el recinto religioso más emblemático de la ciudad, otorgándole una identidad única.
«Las misiones de Manuel Tolsá», Jorge Vázquez Ángeles así describe el «toque» del maestro:
Gracias a las balaustradas que corren a todo lo largo del proyecto, Tolsá unificó los diversos estilos y modas que desde 1571 dejaron su huella en el edificio. El frontón en la portada principal y la cúpula con linternilla son grandes aportaciones de Tolsá quien trabajaría en el proyecto hasta su conclusión en 1813 […].
Manuel Tolsá el arquitecto que dejo huella en la Ciudad de México
Manuel Tolsá, el insigne arquitecto y escultor valenciano, dejó una imborrable huella en la Ciudad de México con sus destacadas obras. Si bien su trabajo más emblemático fue la remodelación de la Catedral Metropolitana, también plasmó su talento en otros recintos religiosos como los altares del Templo de La Profesa, la iglesia de Santo Domingo y la remodelación de la iglesia de Nuestra Señora de Loreto, por mencionar algunas.
Su genio no se limitó al ámbito sacro, ya que también enriqueció la arquitectura civil con creaciones como la Casa del Marqués del Apartado, construida entre 1795 y 1805, ubicada a espaldas del Templo Mayor, en la antigua Calle del Reloj, hoy República de Argentina.
No obstante, dos de sus obras más emblemáticas y reconocidas por los capitalinos son la estatua ecuestre de Carlos IV, comúnmente llamada «El Caballito», y el majestuoso Palacio de Minería. La primera, inicialmente concebida para la Plaza Mayor y posteriormente reubicada en distintos puntos como la Universidad, la glorieta de Bucareli y el Paseo de la Reforma, encontró su hogar definitivo el 27 de mayo de 1978 en la plaza que lleva el nombre del maestro valenciano, en la calle de Tacuba.
En cuanto al Palacio de Minería, uno de los primeros encargos recibidos por Tolsá en 1792, se erige como una joya neoclásica y un verdadero ícono de la capital. Concebido originalmente como sede del Real Seminario de Minería, fundado en 1773 para la enseñanza de la ingeniería y las técnicas metalúrgicas, el edificio comenzó su construcción en 1797 y a partir de 1813 se convirtió en el hogar de dicha institución educativa. A pesar de algunas interrupciones, como su uso como cuartel militar durante la Revolución, el Palacio de Minería ha mantenido su vocación educativa y, desde 1980, alberga la prestigiosa Feria Internacional del Libro, tras un proceso de restauración que lo preserva como un tesoro del patrimonio cultural.